Esta silla está maldita, es la silla del diablo. Dios me la ha puesto de castigo; tan cierto como que desde el cielo me observa. A diario me tengo que sentar en ella y a diario, cuando termina la clase, él llega a mi espalda, como un monstruo aterrador, y me susurra cosas extrañas, palabras que no llego a comprender.
Heme aquí, en la silla, cohibido, sumiso…, quizá aterrado, no estoy seguro, sintiendo como sus manos sudorosas me aprietan los hombros mientras suplico a Dios que pare. Intenta ser dulce pero no lo consigue, hay algo desagradable en su forma de apretarme mientras me habla. Le siento como una masa informe que no tiene nombre.
Sí, la silla está maldita, y a pesar de todo me aferro a ella con la única esperanza de que él termine por cansarse, que hoy no me obligue a levantarme, que no me lleve y sea otro día más de suplicio. No quiero levantarme de la silla, aunque siga tocándome, no me moveré. Esta maldita silla es mi salvación, y, sin embargo, la odio con todo mi corazón. Si Dios tuviera misericordia de mí…