Me fijé en ti una tarde de fiesta, en los prados, bailando junto a la orquesta: vestido ajustado, blanco y azul, melena corta, muy negra, ojos grandes, labios finos, en el cuello un collar brillante… Desde aquel día mis ojos te envolvieron y nunca más han olvidado tu imagen.
Ayer te encontré en el funeral de Luis. Habían pasado treinta y nueve años. Tu espejo también se había roto, como el mío, tiempo atrás. “Acabé la carrera y me casé. Vivo en Barcelona y tengo dos hijos”. “Yo me quedé cerca, en León. Fueron unos minutos tan solo, suficientes para que el timbre no cesara de sonar. “Pasa” –te dije. Entraste: el mismo vestido, brazos desnudos, zapatos de tacón… La cinta grabada tantas veces vista.
Nos dimos dos besos y nos miramos un instante, tan largo que nos permitió recuperar muchos deseos frustrados, aunque solo hablaron los ojos porque las palabras callaron de nuevo.
Un amor muy lejano diréis. No es verdad pues aún vive conmigo, íntegro, en este baúl, donde guardo la ropa buena, y cuando quiero, lo tiendo en el alambre o voy al pueblo a alimentarlo, ahora que los dos estamos jubilados.