La exuberancia del huerto entre los rascacielos. La devolución de los membrillos en el poema agudo de los puentes. La quietud de la fronda en los relojes detenidos. Una continuidad de espirales en una rebeca ajustada. El órgano indolente que rechaza lo que te susurran al oído y no tiene antídoto, ni conoce el alud ni la eternidad del eco. La cama en el mosaico de los ondulantes cipreses que fragmenta una tierna lucha, una dominación de pájaro mudo en el escombro que guarda una raíz. Un brote que nos prolonga en la amnesia, en la esparcida sensualidad de la lluvia en lo árido. La prescripción de una poética que exige nombrar lo inhumano, y conjuga el soborno con la verdad del artificio. Cómo podrá el jardín de los ojos permanecer en lo que duele. El francotirador de la belleza camina por la ciénaga y como yo se arriesga a perderse en la bruma. Suenan glaucos martillos en lo que estoy a punto de pronunciar si nunca dejas de mirarme.